EL TEPEYAC (En la época de la persecución religiosa)


 (En la época de la persecución religiosa)

 ¡UN  AÑO  MÁS,  VIRGEN DULCÍSIMA,  Y  AL  VENIR  TUS  HIJOS  A  RENDIRTE  EL  homenaje de su ternura filial,  encuentran todavía un templo desolado!

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El sagrario está vacío y en vano nuestros corazones buscan al Jesús escondido que antaño llenaba con las irradiaciones de su amor el templo de su Madre;  sobre el altar ungido por la Iglesia y ungido por nuestros recuerdos nacionales no se eleva la Hostia inmaculada,  la Hostia de paz que llevaba al cielo nuestras plegarias y nuestros anhelos y que traía a la tierra las bendiciones de Dios;  silenciosa está la cátedra desde la cual se hablaba a los hombres de tu amor incomparable y de sus santos deberes;  y aunque no dejan de resonar en este sagrado recinto los cánticos de alabanza –porque no pueden dejar de cantar los labios,  cuando no deja de amar el corazón—   en esas notas,  antes regocijadas,  la honda melancolía de los que sufren envuelve el amor y la esperanza de los que te aman.

Y sin embargo,  Virgen de Guadalupe,  al venir a tu templo nuestros corazones se dilatan y nuestras almas se llenan de consuelo y de esperanza.  Tu imagen está allí con sus ojos bajos para mirar nuestras miserias,  con sus manos juntas para alcanzarnos gracias.

Es la misma que presidió nuestra prodigiosa evangelización,  la que nos trajo los tesoros de nuestra fe y de nuestra cultura;  la misma que nos ungió en los días de paz y nos ha fortalecido en los años de angustia;  la que nos enseña,  la que nos consuela,  la que nos alienta,  la que enciende nuestros pobres corazones con el fuego de un amor inmortal.

Esa imagen de nuestra  Madre y Señora tiene siempre para nosotros una lección,  una caricia y una promesa;  pero así como el maná que caía todos los días para alimentar a los  Israelitas en el desierto tenía para ellos todos los sabores ,  así esa imagen bendita aunque siempre que la vemos es la misma,  porque una Madre no cambia jamás,  cada vez que la contemplamos produce en nuestras almas una impresión nueva,  porque el amor encierra en su unidad inagotable los sabores variadísimos de todos los afectos nobles y de todos los sentimientos delicados.

Alegría o dolor,  consuelo o reproche,  exhortación o queja,  todo lo encontramos en este augusto recinto,  todo lo recibimos de esta imagen querida;  pero todo viene envuelto en ternura maternal,  todo es en el fondo amor,  siempre santo y fecundo.

¿No es verdad que María Santísima de Guadalupe tiene ahora para nosotros dulcísimo sabor de esperanza?

¿Quién no confía en el amor?   Se puede desconfiar de todo,  del poder,  de la riqueza,  de la sabiduría;  pero el amor,  no,  ni menos de la ternura de María que por ser Madre de Dios todo  lo puede y por ser Madre nuestra quiere para nosotros todos los bienes.

Nos cuesta trabajo confiar,  porque nos cuesta trabajo creer en el amor.  ¡Son tan mezquinos,  tan fugaces,  tan inconstantes los afectos humanos!  Y  queremos vaciar los afectos del cielo en los moldes estrechos de la tierra.

No comprendemos que se nos pueda amar sin término,  sin vicisitudes,  sin olvido;  ni queremos creer que hay amores que no se entibian por nuestras miserias,  sino que parecen más bien exaltarse con nuestras desgracias.

«¿Por  ventura  puede una mujer olvidarse de su hijo y no apiadarse del fruto de sus entrañas?  Y si ella se llegara a olvidar,  yo,  sin embargo,  no me olvidaré de ti».  Estas   palabras del Señor tienen  su eco en el corazón maternal de María.

Una  madre no olvida,  no abandona,  ni aparta jamás del hijo desdichado e ingrato la ternura de su corazón;  pero aunque ella olvidara y abandonara,  María no,  porque en su amor se funde la ternura maternal y la fuerza victoriosa del amor divino;  porque su ternura es el fruto más exquisito de la tierra y el reflejo más perfecto del amor del cielo…

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Fuente: Fragmento de un sermón del Excmo. Sr. Martínez, leido el 24 de mayo de 1929 en la Basílica del Tepeyac.

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