ADVIENTO


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El año eclesiástico se abre con el Adviento.  Como lo indica ya su mismo nombre,  es la época del ciclo litúrgico en que nos preparamos  para la venida de Jesucristo.

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Pero esta venida es triple,  como hermosamente lo expresa San Bernardo, cuando dice «Cristo vino en la carne y en la debilidad

viene en el Espíritu y en el amor’  y vendrá en la gloria y en el poder».

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La primera venida fue preparada con un Adviento que duró cuatro mil años,  henchido con los anhelos,  las súplicas, los llamamientos apremiantes de todas las almas santas del Antiguo Testamento,  que no cesaban de pedir que los cielos se rasgaran y dejaran caer,

como rocío,   al Justo,  que la tierra se abriera y germinara al Salvador.  (nada que sea excesivo).

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Y esta primera venida se realizó cuando el Verbo divino bajó del cielo,

se hizo hombre en el seno purísimo de María y nació _niño débil y pobre_

en el pesebre de Belén,  la noche de Navidad, hace veinte siglos.

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La segunda venida es constante,  es un hecho de perenne  actualidad en la historia de la Iglesia, en la vida íntima de las almas.  Por la acción misteriosa del Espíritu de Amor,  Jesús está naciendo constantemente en las almas; y

por eso la Iglesia le llama «Oriens» _»el que nace»_, porque su nacimiento místico no es un hecho pasado,  sino presente,  o mejor dicho, es de ayer, y de hoy, y de todos los siglos.

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De manera que las almas debieran vivir en una perenne Navidad, y la vida cristiana debiera ser un Adviento perpetuo.  Porque ¿qué otra cosa es la vida cristiana sino un constante crecimiento en la gracia? ¿y qué es la gracia sino la vida en Cristo en nosotros?

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Cada vez que la gracia crece es Cristo que nace, que crece, que se desarrolla hasta que llegue a aquella edad que Dios ha determinado para cada  alma.

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Ahora bien, Dios da sus dones en la medida en que los deseamos,  porque el deseo es lo que ensancha la capacidad del alma y la súplica irresistible que atrae los favores divinos.  De donde se sigue que la vida cristiana no debiera ser sino un deseo ingente,  un llamamiento apremiante, un constante «veni»,  un adviento perpetuo.

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Los deseos son las alas del alma.  Un alma que vive deseando la venida de Jesús,  es como un ave que bate sus alas,  y se aleja de la tierra,  y se acerca a Dios.

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Los  cristianos de los primeros siglos comprendían mejor este sentido profundo de la vida cristiana y por eso repetían con tanta frecuencia la exclamación.  «Maranatha!»,  que con el «Alleluia», eran las fórmulas litúrgicas de uso más frecuente en aquellos tiempos.

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Maranatha es una expresión aramea que equivale más o menos a la invocación:  «Ven, Señor Jesús!» con que San Juan clausura el Apocalipsis y toda la revelación escrita.  He aquí sus palabras:

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«El Espíritu y la esposa dicen: ‘¡ven!’  Y el que escucha que diga: ‘¡ven!’ Y el que tenga sed que venga; y el que desee,  que reciba el agua de la vida gratuitamente.  Y el que da testimonio de estas cosas dice:  _Así sea.

¡Ven, Señor Jesús!». (Ap 12, 17-18).

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¿Qué es en el fondo la vida cristiana en la tierra sino un anhelo palpitante,  una esperanza viviente,  un hambre insaciable,  una sed torturante de Dios?

De Dios,  es decir,  de dicha,  de gozo, de paz, de vida,  de inmortalidad….

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Y  por su parte,  Dios es un océano que nada quiere tanto como llamarlo todo.  Pero es necesario que el alma se dilate,  que ensanche su capacidad para que Dios la llene.  Ahora bien,  lo que dilata el alma es el deseo.

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Por eso puede decirse que vivir es desear,  que el alma más sedienta será el alma más llena de Dios: ¡Bienaventurados los que tienen hambre y  sed de lo divino,  porque serán hartos!

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Por eso siempre he creído que la esperanza es la virtud característica del destierro.  En ella como que se unifican las tres virtudes teologales.  El que espera es porque cree:

 ¿cómo se puede esperar lo que se ignora?

El que espera es porque ama:

¿lo que no se ama,  cómo se puede desear?

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Y cuanto más se conoce a Dios por la fe y más se le ama por la caridad,

más ingente se hace el deseo de Dios y más se agiganta la esperanza.

De manera que el anhelo de Dios es como el resultado del crecimiento de la fe y de la caridad,  como el fruto  de su desarrollo como la resultante de su acción.

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El amor en el cielo es posesión;  en la tierra es deseo.  Quizá por eso el amor sobre la tierra se envuelve siempre en el ropaje austero del dolor.  Porque todo deseo es torturante,  y cuanto más vehemente es el deseo,  más terrible es el martirio que produce.  Entonces,

 si amar es desear,  amar es  sufrir,

y el dolor  «no es quizá sino el nombre terrestre del amor».

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La  vida cristiana en su madurez _como en los santos, en los últimos días de su vida _no es otra cosa que un deseo tan vivo,  tan ardiente,  tan apremiante, que Dios no puede ya resistirlo.  Es el último «veni  Domine lesu!»  del alma,  que hace abrir los labios divinos para pronunciar el «¡ven y serás coronada!»

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La tercera venida de Cristo  _que será en la gloria,  en el poder y en el triunfo_  es la que clausurará los tiempos e inaugurará  la eternidad.

Jesús vendrá, no a redimir,  como en la primera venida;  ni a santificar,

como en la segunda venida;  sino a juzgar,  para hacer reinar la verdad y la justicia, para que triunfe el bien,  para que prevalezca la santidad,

para que se establezca  la paz, para que reine el amor.

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Y ese juicio de Cristo será completo y perfecto, es decir,  no sólo dictará la sentencia, sino que la ejecutará también,  castigando a sus enemigos rebeldes y obstinados,  y premiando a sus amigos y servidores,  a los justos y a los pecadores arrepentidos.

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Por eso,  que en buena hora los enemigos de Cristo se llenen de temor y de espanto al pensar en el día del juicio universal;  tienen razón,  porque será el día de su derrota definitiva,  de su confusión y vergüenza,  de su castigo eterno.  Pero los servidores y amigos de Cristo ¿por qué se han de atemorizar? ¿Por qué _al contrario_ no han de desear y pedir que llegue ese día?

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Y si aun los justos deben tener un santo temor de los juicios de Dios,

porque nadie sabe si es digno de amor o de odio, porque la gracia de la perseverancia final es absolutamente gratuita; sin embargo,  todos debemos ser más generosos y hacer que al temor sobre nuestros intereses personales supere el deseo y aun el gozo anticipado por el triunfo definitivo de Jesucristo.

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Así nos lo enseña Él,  cuando nos hace pedir que al fin se establezca su reinado y sea reconocido por Rey y soberano de cuanto existe.  Así nos lo enseña también,  cuando al aproximarse ese día nos manda que levantemos nuestras frentes abatidas,  porque se acerca la hora de nuestra liberada. (Lc 21,28)

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Cabe aquí preguntarnos ¿y ese día será próximo o faltará mucho tiempo para que llegue?

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Sin duda que con certeza no lo podemos saber, puesto que Nuestro Señor,

después de habernos dado las señales de que ese día se aproxima,  dice que

«en cuanto al día y la hora, nadie lo conoce ni los ángeles del cielo,

sino sólo el Padre Celestial».  (Mt 24, 36)

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Pero como la fe, la esperanza y la caridad se han resfriado en esta época de grosero materialismo,  los cristianos actuales han dejado caer en el olvido la última venida de Cristo,  la Parusía,  y prefieren creer que faltan centenares de años para que se acabe el mundo.  Entre tanto,  sólo piensan en fabricar rascacielos cada vez más altos, en acortar las distancias por aviones cada vez más rápidos,  en concentrar  todos los ruidos del mundo en un solo lugar por la radio,  en suprimir todas las incomodidades por el confort,  en divertirse en todas las formas posibles,  en una palabra,  en convertir la tierra en una morada definitiva.

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No son de los que,  como dice San Pablo, «esperan al Salvador que transformará este cuerpo miserable haciéndole semejante a su cuerpo luminoso»;  de los que «aman y desean la venida de Cristo y esperan de

Él la corona de justicia»; de los que viven de antemano una vida todo celestial y divina. (F/p 3,20)

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¿Por qué no retornarnos al genuino espíritu cristiano?

¿Por qué no hacemos vibrar  en nuestra alma esa esperanza plena de inmortalidad?

¿Por qué no encendemos en ella el anhelo del reinado definitivo de Cristo?

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Y actualmente es urgente resucitar ese anhelo por la venida de Cristo,

porque el Señor está ahora más cerca que nunca, (F/p 4,5) S.S. Pio XI más de una vez manifestó su pensamiento a este propósito.  En los terribles acontecimientos que actualmente sacuden al mundo,  creía descubrir este Pontífice tan clarividente las señales con que los Libros Santos anuncian el fin del mundo. (Enciclica «Divini Redemptoris» y Misserentuisimus Redemptor».

Pero parece que ahora se cumplen las palabras de Jesucristo:

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«Como en tiempo de Noé, así acontecerá en los días del 

Hijo del hombre, comían y bebían, buscaban esposa y

celebraban bodas,  hasta el día en que entró Noé en el

arca, y vino el diluvio, y acabó con todos.  Lo mismo pasó

en tiempos de Lot:  comían y bebían, vendían y compraban

construían casas y sembraban los campos.  Mas el día en

que Lot  salió de Sodoma  llovió fuego y azufre y perecieron

todos.  Así.  Así sucederá cuando venga el Hijo del hombre».

(Lc 9 17,26-30)

 

 

 


Una respuesta a “ADVIENTO”

  1. El adviento para mi es muy significativo, ya que parte la historia con un nueva esperanza, ha nacido el salvador que de la mano amorosa de nuestro Dios, a un en este mundo lleno de pecado nuestro PADRE DIOS nos regala una mirada y nos invita a no solo pensar en nosotros egoístamente, nos invita a REFLEXIONAR cuanto mal hemos hecho y que debemos hacer para renacer en este adviento junto a nuestro rey, a nuestro señor Dios, es momento de misericordia que nuestro padre muestra esa caridad a nosotros, es la mano del PADRE que nos invita nuevamente que solo no podemos y que solo de su MANO DIVINA Y PODEROSA, podemos empezar a renovar nuestra vida., por eso el ADVIENTO es un tiempo de cambio en nuestras vidas para ir avanzando poco a poco en nuestro caminar hacia los brazos de nuestro PADRE DIOS.
    Por eso debemos seguir esperando con mucha FE Y ESPERANZA de que si nos entregamos a las manos de NUESTRO SEÑOR el no nos dejara y solo nos abrazara con su AMOR DIVINO y SU AMOR es la esencia de la caridad.

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