.Qui autem perseveraverit usque in finem,hic salvus erit.
Aquel que persevere hasta el fin, será salvo.
(S. Mat., X, 22.).
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Aquel, nos dice el Salvador del mundo, que luche y persevere hasta el fin de sus días, sin ser vencido, o que al caer haya sabido levantarse y perseverar, será coronado, es decir, salvado: palabras que deberían helar nuestra sangre y hacernos temblar de espanto, si considerásemos, por una parte, los peligros a que estamos expuestos, y por otra, nuestra debilidad y el número de enemigos que nos rodean. No nos admire que los más grandes santos hayan dejado a sus parientes y amigos, hayan abandonada sus bienes y placeres, para ir a sepultarse en vida en medio de la selva agreste, a llorar sus pecados entre los peñascos, a encerrarse entre cuatro paredes para llorar allí durante el resto de sus días, a fin de quedar libres y desembarazados de todo tráfago mundano, y no ocuparse en otra cosa que en combatir a los enemigos de su salvación, persuadidos de que el cielo sólo será concedido a su perseverancia. -Más, me dirá alguno, ¿qué es perseverar? -Helo aquí, amigo mío. Es estar pronto a sacrificarlo todo: los bienes, la voluntad, la libertad, la vida misma, antes que desagradar a Dios. -Pero, me dirás aún, ¿que viene a ser no perseverar? -Helo aquí. Es recaer en los pecados que habíamos ya confesado, es seguir las malas compañías que nos indujeron al pecado, el mayor de todos los males, ya que por él hemos perdido a Dios, hemos atraído sobre nosotros toda su cólera, hemos arrebatado al cielo nuestra alma y la arrastramos al infierno. ¡Quiera Dios que los cristianos que tienen la dicha de reconciliarse con Él mediante el sacramento de la Penitencia, comprendan esto bien! Para daros, pues, una idea de ello, voy ahora a mostraros los medios que debéis adoptar para perseverar en la gracia que recibisteis en el santo tiempo pascual. Hallo que los principales son cinco, a saber: la fidelidad en seguir los movimientos de la gracia de Dios, huir de las malas compañías, la oración, la frecuencia de sacramentos y, por fin, la mortificación.
Hoy sí que, al menos una tercera parte de los que estáis oyendo, podréis decir que lo que escucháis no va con vosotros. ¡Yo, hablaros de la perseverancia¡ ¡soy un mal pastor, no vengo más que a trabajar por vuestra perdición ! ¡Será que el demonio se sirve de mí para acelerar vuestra reprobación¡ voy a hacer todo lo contrario de lo que Dios me ha ordenado: El me envía en medio de vosotros para salvaros, ¡ y mi tarea sería conduciros a los abismos¡ ¡Yo, ser el cruel verdugo de vuestras almas¡ ¡Dios mío¡ ¡qué desdicha¡ ¡Yo hablaros de perseverancia¡ pero si este lenguaje solamente conviene a los que de veras dejaron el pecado, y están en la firme resolución de perder mil vidas antes que volverlo a cometer; mas ¡decir a un pecador que persevere en sus desórdenes¡ OH, Dios mío¡ ¿seré yo la criatura más desgraciada que haya sostenido la tierra? No, no, no es éste el lenguaje que debiera usar. ¡Ah! Lo que debo decir es: cesa, amigo mío de perseverar; ¡ah! Cesa de perseverar en tu deplorable estado, de lo contrario te vas a condenar. ¡Yo, decir a este hombre que desde tantos años no cumple el precepto de la Pascua, o lo cumple mal, que persevere! ¡No, no, amigo, si perseveras estás perdido, el cielo nunca será para ti! ¡Yo, decir que persevere, a aquella persona que se contenta co cumplir el precepto pascual!, pero ¿no sería atarle una venda en los ojos y arrastrarlo al infierno? ¡Yo, decir que perseveren, a aquellos padres y madres que cumplen la Pascua, mas dejan suelta la rienda a sus hijos! ¡Ah! no, no quiero ser el verdugo de su pobre alma. ¡Yo, decir que perseveren a aquellas jóvenes que han cumplido el precepto, con el pensamiento y el deseo de volver a sus danzas y placeres! ¡OH! ¡desdichado de mí! ¡OH, horror! ¡OH, abominación! ¡OH, cadena de crímenes y de sacrilegios! ¡Yo, decir que perseveren a aquellas personas que sólo frecuentan los sacramentos cinco o seis veces al año, y no dan muestra de cambio alguno en su manera d vivir: las mismas quejas en sus penas, los mismos arrebatos, la misma avaricia, la misma dureza para con los pobres; siempre igualmente dispuestos a calumniar y a manchar la reputación del prójimo… ¡OH, Dios mío! Cuántos cristianos ciegos y entregados a la iniquidad! ¡Yo, decir que perseveren, a aquellas personas que sin escrúpulo, o por respeto humano, comen carne los días prohibidos, y trabajan sin remordimiento el santo día del domingo! ¡Ho, Dios mío! ¡qué desgracia! ¿A quién me he de dirigir? No lo sé.
¡Ah! no, no es de la perseverancia en la gracia de lo que debería hablaros hoy! ¡Ah! mejor seria pintaros el estado horrible y desesperado de un pecador que no cumplió el precepto pascual, o lo cumplió mal y persevera en tal estado. ¡Ah! pluguiese a Dios que me fuese permitido pintar ante vuestros ojos la desesperación de un pecador citado ante el tribunal de su juez, cuyas manos empuñan rayos y centellas, y daros a escuchar esos torrentes de maldición: “Anda, réprobo maldito, anda, endurecido pecador, anda a llorar tu vida criminal y tus sacrilegios. ¡OH! No tienes bastante con haber vivido en la corrupción durante toda tu vida…” Y Asun sería preciso llevarlos hasta la puerta del infierno, antes que el demonios los precipite allí para no salir jamás, a fin de que oyesen los gritos, los alaridos de aquellos desgraciados réprobos, y a fin de que pudiesen ver el sitio que en aquel lugar tienen destinado. ¡OH!, Dios mío! ¿les sería posible vivir? Un cielo perdido… un infierno… una eternidad… Despreciaron, profanaron los sufrimientos… ¿qué digo yo los sufrimientos? La muerte de un Dios… Tal es la recompensa de perseverar en el pecado; sí, tal es el asunto que debiera hoy tratar. Mas hablaros de la perseverancia, que supone la existencia de un alma que teme el pecado más que la muerte misma, que emplea sus días en el amor de Dios; un alma, digo, desnuda de toda afección terrena, cuyos anhelos sólo tienen el cielo por objeto… Pero ¿dónde queréis que vaya? ¡dónde podré encontrar esa alma! ¡Ah! ¿Dónde está? ¿cuál es el afortunado país que la posee? ¡Ay! Ninguna o casi, ninguna he hallado yo. ¡OH, Dios mío! tal vez Vos veáis alguna, desconocida por mí. Hablaré, pues, como si estuviese seguro de que hay una o dos a lo menos, y les mostraré los medios que deben emplear para continuar la senda feliz que han comenzado. Escuchadme bien, almas santas, si es que por ventura se halla alguna entre los que me oyen, escuchad atentamente lo que Dios va a deciros por mi boca.
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I.- Digo, pues, en primer lugar, que el primer medio para perseverar en el caminó que conduce al cielo, es ser fiel en seguir y aprovechar los movimientos de la gracia que Dios tiene a bien concedernos. Los santos no deben su felicidad más que a su fidelidad en seguir los movimientos que el Espíritu Santo les enviara, así como los condenados no pueden atribuir su desdicha a otra cosa que al desprecio que de tales movimientos hicieron. Esto solo debe bastar para haceros sentir la necesidad de ser fieles a la gracia. -Pero, me dirá alguno. ¿por qué medio vamos a conocer si correspondemos o resistimos a lo que la gracia quiere de nosotros? -Si no lo sabes, amigo, escúchame un momento y conocerás lo más esencial. Digo, ante todo, que la gracia es un pensamiento que nos hace sentir la necesidad de evitar el mal y de hacer el bien.
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Entremos en algunos detalles familiares, a fin de que lo comprendas mejor, y así verás cuándo eres fiel a la gracia y cuándo resistes a ella. Por la mañana, al despertarte, Nuestro Señor te sugiere el pensamiento de consagrarle tu corazón, de ofrecerle los trabajos del día, y de rezar en seguida, de rodillas, las oraciones de la mañana: si lo practicas, así, prontamente y de todo corazón, sigues el movimiento de la gracia, mas si no lo practicas; o lo haces mal, entonces dejas de seguir tal movimiento. En otra ocasión, sentirás de pronto el deseo de ir a confesarte, de corregir tus defectos, y dejar de ser lo que al presente; pensarás que, si llegases a morir, serías condenado. Si sigues esas buenas inspiraciones que Dios te envía, eres fiel a la gracia. Mas tú dejas pasar esto sin hacer nada. Te viene el pensamiento de dar alguna limosna, de practicar alguna penitencia, de asistir a Misa los días laborables, de hacer que asistan también tus criados; más no lo haces. Aquí tenéis lo que es seguir los movimientos de la gracia o resistir de ellos. Todo esto viene comprendido bajo el nombre de “gracias interiores”. En cuanto a las llamadas “gracias exteriores”, podemos citar como ejemplo una buena lectura, la conversación con una persona virtuosa, que os hará sentir la necesidad de cambiar de vida, de servir mejor al buen Dios, los remordimientos que vais a tener a la hora de la muerte ; o también el buen ejemplo de otras personas presentándose repetidamente ante vuestros ojos, como si os estimulase a convertiros; o también un sermón o instrucción religiosa que os enseñe los medios que se han de emplear para servir a Dios y cumplir vuestros deberes con Él, con vosotros mismos y con el prójimo. Tened presente que vuestra salvación o vuestra condenación, de esas gracias depende. Los santos, si se santifican, es por el gran cuidado que ponen en seguir todas las buenas inspiraciones que Dios les envía, y los condenados han caído en el infierno porque las despreciaron. Vais a ver ahora una prueba de ello.
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Vemos, efectivamente, en el Evangelio, que todas las conversiones obradas por Jesucristo durante su vida mortal, se apoyaron en la perseverancia. ¿Cómo sabemos que San Pedro se convirtió? Bien se dice que Jesús le miró, que San Pedro lloró su pecado (Luc., XXII, 61-62.); mas ¿qué es lo que nos asegura su conversión sino el haber perseverado en la gracia, no pecando jamás? ¿Cómo ocurrió la conversión de San Mateo? Sabemos muy bien que, habiéndole visto Jesucristo en la oficina, -le dijo que le siguiese, y en efecto le siguió (Luc., V, 27-28.) ; mas lo que nos certifica que su conversión fue verdadera, es el hecho de no haber vuelta a entrar en su despacho, ni haber cometido en adelante injusticia alguna; en cuanto comenzó a seguir a Jesucristo, ya no lo abandonó jamás. La perseverancia en la gracia, el renunciar al pecado para siempre, fueron las señales más ciertas de su conversión. Aunque vivieseis veinte o treinta años en la virtud y en la penitencia, si no perseveraseis, toda lo habríais perdido. Sí, dice un santo obispo a su pueblo, aunque hubieseis repartido todos vuestros bienes a los pobres, aunque hubieseis desgarrado y ensangrentado vuestro cuerpo; aunque hubieseis, vos solo, sufrido tanto como todos los mártires juntos, aunque hubieseis sido desollado como San Bartolomé, aserrado entre dos tablas como el profeta Isaías, asado a fuego lento como San Lorenzo; si, a pesar de todo esto, os faltase la perseverancia, esto es, recayeseis en alguno de los pecados ya confesados, y la muerte os sorprendiese en tal estado, todo estaría perdido para vos..¿Quién de nosotros será salvo? ¿Aquel que habrá luchado cuarenta o sesenta años? No. ¿Será, pues aquel que habrá encanecido en el servicio del Señor? No, si le falta perseverancia como faltó a Salomón, de quien dice el Espíritu Santo que era el más sabio de los reyes de la tierra (III Reg. IV, 31.); el cual parece que debía tener bien asegurada su salvación y, sin embargo, nos deja sobre este punto en una gran incertidumbre. Saúl nos presenta aún una imagen más espantosa. Escogido por Dios para que reinase sobre su pueblo, colmado con toda suerte de favores, muere como un réprobo (I Reg., 6.). “¡Ah!, ¡desgraciado! nos dice San Juan Crisóstomo, anda con cuidado en no despreciar la gracia de tu Dios, una vez la hayas recibido. ¡Ah!, yo tiemblo al considerar cuán fácilmente el pecador recae en el pecado del cual se confesó; ¿cómo se atreverá a pedir de nuevo perdón?”
Para no recaer en el pecado, os bastaría, con el auxilio de la gracia, comparar la desgraciada situación a que el pecado os tenía reducidos, con aquel estado en que os coloca la gracia. El alma que recae en pecado, entrega su Dios al demonio, se convierte en su verdugo, y le crucifica en su corazón; arrebata su alma de las manos de su Dios, la arrastra al infierno, la entrega al furor y rabia de los demonios, le cierra las puertas del cielo, y hace que sirvan para su condenación todos los sufrimientos de su Dios. Dios mío, ¿quién; al hacer estas reflexiones, podría volver a cometer un solo pecado? Escuchad estas terribles palabras del Salvador (Marc. XIII, 13.) ”Aquel que habrá luchado hasta el fin, será salvado”. Al considerar esto, temblemos los que caemos a cada instante. Nunca será para nosotros el cielo, si no tenemos mayor firmeza que la que hemos mostrado hasta el presente. Más no está aún todo aquí. ¿Fueron bien hechas vuestras confesiones? ¿Habéis tomado siempre todas las precauciones debidas para hacer bien la confesión y la comunión? ¿Examinasteis bien vuestra conciencia antes de acercaros al tribunal de la Penitencia? ¿Declarasteis rectamente vuestros pecados tal como estaban en vuestra conciencia, sin decir, acaso, que tal cosa no era mala, que lo otro no es nada, o “lo diré otra vez”? ¿Tuvisteis verdadera contrición de los pecados; tan indispensable para que nos sean perdonados? ¿La pedisteis con fervor a Dios al salir del confesionario? ¿Habríais preferido la muerte antes que volver a cometer los pecados de que os acababais de confesar? ¿Tenéis la firme resolución de no volver a ver a aquellas personas con las cuales obrasteis el mal? ¿Dais testimonio al Señor de que, si debíais volver a ofenderle, preferiríais antes que os enviase la muerte? Y, sin embargo, aunque tengáis todas estas disposiciones, temblad siempre, vivid entre una especie de desesperación y de esperanza. Estáis hoy en amistad con Dios, mas temblad, ya que mañana tal vez mereceréis su odio y seréis reprobados. Escuchad a San Pablo, aquel vaso de elección, escogido por Dios para llevar su nombre delante de los príncipes y reyes de la tierra, que había conducido tantas almas a Dios, y cuyos ojos se anublaban a cada momento, a causa de la abundancia de lágrimas que derramaba; pues bien, repetidamente exclamaba: “No ceso de tratar duramente mi cuerpo, y reducirle a servidumbre, pues temo que, después de haber predicado a los demás y haberles mostrado los medios de ir al cielo, no sea yo desterrado de allí y caiga en reprobación” (Cor. IX, 27.) En otro pasaje parece tener mayor confianza, mas ¿sobre qué está fundada tal confianza? “Sí, Dios mío, exclama, soy como una víctima a punto de ser inmolada, pronto mi alma y mi cuerpo se separarán, conozco que no voy a vivir mucho tiempo; mas lo que me inspira confianza, es el haber seguida siempre los movimientos de la gracia que Dios me ha enviado. Desde el momento en que tuve la suerte de convertirme, he guiado hacia Dios tantas cuantas almas me ha sido posible, he luchado siempre, he hecho una guerra continuada a mi cuerpo» (II Cor., XII, 8.). ¡Ah!, cuántas veces he pedido a Dios la gracia de librarme de este miserable cuerpo, siempre inclinado al mal! (Castigo corpus deum, et in servitutem redigo: ne forte cum Allis praedicaverim, ipse reprobus efficiar. I Cor., IX, 27); por fin, gracias a mi Dios, voy a recibir la “recompensa del que ha luchado y perseverando hasta el fin” (II Tim., IV, 8.). ¡Oh, Dios mío ! ¡cuán pocos son las que perseveran, y por consiguiente, cuán pocos los que se salvan!
Leemos en la vida de San Gregorio que una dama romana le escribió para pedirle el auxilio de sus oraciones, a fin de que Dios la hiciese conocer si le habían sido perdonados sus pecados, y si, a su tiempo, recibiría ella el premio de sus buenas obras. “¡Ah!, decía, temo que Dios no me haya perdonado!” –“¡Ay !, contestaba San Gregorio, cosa muy difícil es la que me pedís; sin embargo, os diré que podéis esperar el perdón de Dios y que iréis al cielo si perseveráis; mas, a pesar de todo cuanto habéis obrado, seréis condenada si no perseveráis”. ¡Cuántas veces usamos nosotros el mismo lenguaje y nos inquietamos por saber si nos vamos a salvar o a condenar! ¡Pensamientos inútiles! Escuchemos a Moisés, cuando, a punto de morir, hizo congregar las doce tribus de Israel: “Ya sabéis, les dijo, que os he amado entrañablemente, que solo he procurado vuestro bien y vuestra salvación; ahora que voy a dar cuenta a Dios de todas mis acciones, es necesario que os avise, que os excite a no olvidar jamás esto: servid fielmente al Señor; acordaos siempre de las innumerables gracias de que os ha colmado; por más que os sea dificultoso, no os separéis jamás de El. No os faltarán enemigos que os persigan y hagan todo lo posible para hacéroslo abandonar; pero revestíos de valor, pues tenéis la seguridad de vencerlos, si sois fieles a Dios» (Deut., XXXI.).
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¡Ay!, las gracias que Dios nos concede son aún más abundantes, y los enemigos que nos rodean mucho más poderosos. Digo las gracias: porque ellos no habían recibido más que algunos bienes temporales y el maná; pero nosotros tenemos la dicha de recibir el perdón de nuestros pecados, de arrebatar nuestra alma del poder del infierno, y de ser alimentados, no con el maná, sino con el Cuerpo y la Sangre adorable de Jesucristo! … ¡Oh, Dios mío!, ¡qué dicha la nuestra! ¿A qué, pues, volver a trabajar continuamente para perder un tal tesoro? ¡Oh!, ¡cuántos son los que no perseveran, porque les da miedo el luchar!
Leemos en la historia que un santo sacerdote halló un día a un cristiano dominado por un temor incesante de sucumbir a la tentación. “¿Por qué teméis?”, le dijo el sacerdote- “ ¡Ay!, padre mío contestó, temo ser tentado y sucumbir y perecer. ¡Ah !, exclamaba llorando; ¿no tengo motivos para temblar cuando tantos millones de ángeles sucumbieron en el cielo, cuando Adán y Eva fueron vencidos en el paraíso terrenal, cuando Salomón, que es tenido por el más sabio de los reyes y que había llegado al más alto grado de perfección, manchó sus canas con los crímenes más deshonrosos y vergonzosos, cuando este hombre, después de haber sido la admiración del mundo, se convirtió en oprobio y desdoro de la humanidad; cuando considero a un judas sucumbiendo en compañía del mismo Jesucristo; cuando tan grandes lumbreras se apagaron, ¿qué debo pensar de mí mismo, que no soy más que pecado?, ¿quién podrá enumerar las almas que están en el infierno, y que, a no ser por la tentación, estarían en la gloria? ¡Oh, Dios mío!, exclamaba, ¿quién no temblará?, ¿quién podrá tener esperanza de perseverar?” – “Mas, amigo mío, le dijo el santo sacerdote, ¿no sabéis lo que nos dice San Agustín, que el demonio es como un perro encadenado: acosa y mete mucho ruido pero sólo muerde a los que se ponen a su alcance? Tened confianza en Dios, huid de las ocasiones de pecar, así no sucumbiréis. Si Eva no hubiese escuchado al demonio, si hubiese huido en el mismo momento en que aquél le propuso la transgresión de los preceptos de Dios, no habría sucumbido. Al veros tentado, rechazad al momento la tentación, y, si tenéis oportunidad, haced devotamente la señal de la cruz, pensad en los tormentos que deben experimentar los réprobos por no haber sabido resistir la tentación; elevad al cielo vuestra mirada, y veréis allí cuál sea la recompensa del que lucha; llamad en vuestro socorro al ángel de la guarda; echaos prontamente en brazos de la Virgen Santísima, implorando su protección: con eso tenéis la seguridad de salir victorioso de vuestros enemigos, a los cuales veréis al punto llenos de confusión”.
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Si sucumbimos, es porque no queremos valernos de los medios que Dios nos envía para combatir. Es preciso; sobre todo, estar bien convencidos de que, por nuestra parte, no podemos hacer otra cosa que perdernos; mas, con una gran confianza en Dios, lo podemos todo. Mirad a San Felipe Neri; decía él a Dios con frecuencia: “¡ Ay! Señor, sostenedme, soy tan malo, que me parece que a cada instante voy a haceros traición; soy tan poca cosa, que hasta cuando salgo para hacer una buena obra, digo para mí: Sales cristiano, tal vez volverás a entrar como un pagano, después de haber renegado de tu Dios”. Un día, creyéndose sólo en un lugar desierto, púsose a gritar: “¡Ay!, ¡estoy perdido, estoy condenado!” Alguien que le oyó, se acercó a él y le dijo: “Amigo, ¿es que desesperáis de la misericordia de Dios?, ¿por ventura no es infinita?” – “¡Ay!, le dijo aquel gran Santo, no es que desespere, sino que espero mucho; digo que estoy perdido y condenado, si Dios me abandona a mí mismo. Cuando considero que tantas personas habían perseverado hasta el fin, y una sola tentación las perdió: esto es lo que me hace temblar noche y día, temiendo ser del número de aquellos desgraciados”.
Si todos los santos temblaron durante su vida por temor de no perseverar, ¡qué será de nosotros que, sin virtudes, casi sin confianza en Dios, cargados de pecados, no ponemos diligencia alguna en librarnos de los lazos que el demonio nos tiende ; nosotros que andamos cual ciegos en medio de los mayores peligros, que dormimos tranquilamente en medio de una turba de enemigos, encarnizadamente interesados en nuestra perdición!. Pero, me dirá alguno, ¿qué deberemos hacer para no sucumbir? – Helo aquí, amigo mío: hay que huir las ocasiones que otras veces nos hicieron caer; recurrir constantemente a la oración, y por fin, recibir con frecuencia y dignamente los sacramentos; si lo practicas así, si sigues este camino, ten seguro de que vas a perseverar; pero, si no tomas estas precauciones, en vano tomarás otras medidas, forzosamente vendrás a caer y perderte.
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II. – He dicho, en segundo lugar, que, en cuanto os sea posible, debéis huir del mundo, ya que su lenguaje y su manera de vivir son enteramente opuestos a lo que un cristiano debe hacer, es decir, son incompatibles con el comportamiento de una persona que anda en busca de los medios más seguros para llegar al cielo. Interrogad a Santa María Egipcíaca, que dejó el mundo y pasó su vida en el corazón de un espantoso desierto; ella os dirá que es imposible salvar el alma y agradar a Dios sin huir del mundo, pues por todas partes se hallan lazos y emboscadas; y, siendo el mundo contrario a Dios , es preciso despreciarlo y abandonarlo para siempre. ¿Dónde oísteis aquellas canciones malas, aquellos dichos infames, que son causa de una infinidad de pensamientos y deseos perversos?, ¿no fue precisamente al hallaros en compañía de aquellos libertinos? ¿Quién os hizo formular aquellos juicios temerarios?, ¿no fue al oír hablar del prójimo en compañía de aquel maldiciente? ¿Quién os indujo al hábito de dar miradas o tener tocamientos abominables con vosotros mismos o con los demás?, ¿no fue ello por haber frecuentado la compañía de aquel impúdico? ¿Cuál es la causa de que no recibáis ya los sacramentos?, ¿no ocurre ello desde que os tratáis con aquel impío, el cual ha procurado haceros perder la fe diciéndoos que todo cuanto prédica el sacerdote son tonterías, que la religión es sólo para dominar a la juventud; que es cosa de imbéciles ir a contar a un hombre lo que uno ha hecho; que toda la gente ilustrada se burla de todo esto? (entiéndase, hasta la hora de la muerte; entonces habrán todos de reconocer que se habían engañado). Pues bien, amigo mío, ¿sin aquella mala compañía, te habrían ocurrido tales dudas? Indudablemente que no. Dime, hermana mía, ¿desde cuando sientes tanto gusto por los placeres, las danzas y bailes, las reuniones y los atavíos mundanos?, ¿no es, por ventura, desde que frecuentas aquella mujer mundana, la cual no contenta aún con haber perdido su pobre alma, está ocasionando también la perdición de la tuya? Dime, amigo, ¿cuánto tiempo hace que frecuentas las tabernas y casas de juego?, ¿no es desde que conociste aquel desenfrenado? Dime, ¿desde cuándo se te oye vomitar toda suerte de juramentos y maldiciones?, ¿no es desde que estás al servicio de aquel dueño cuya boca y cuya garganta no son más que un canal de abominaciones?.
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Sí, en el día del juicio, cada libertino verá a otro libertino pedirle su alma, su Dios y su gloria. ¡ Ah!, desgraciado, se dirán unos a otros, vuélveme el alma que me perdiste, y restitúyeme el cielo que me arrebataste. Desgraciado, ¿dónde está mi alma?, arráncala del infierno donde me has arrojado. A no ser por ti, no habría cometido aquel pecado que es causa de mi condenación. No, no, yo no tenía de ello conocimiento. No, jamás hubiera tenido tal pensamiento; ¡ah!, ¡hermoso cielo que tú me has hecho perder! ¡Adiós, cielo delicioso que tú me has arrebatado! ¡Sí, cada pecador se arrojará sobre el que le dio malos ejemplos y le indujo a cometer los primeros pecados. ¡Ah!, dirá, ¡ojala no te hubiese nunca conocido! ¡Ah!, si a lo menos hubiese yo muerto antes de verte, ahora estaría en el cielo; mas no es ya para mí… Adiós, hermoso cielo, por muy poca cosa te perdí… No, nunca perseveraréis si no huís de las compañías mundanas; en vano querréis salvaros; no tendréis más remedio que condenaros. O el infierno o la huída, no hay término medio. Determinad cuál de los dos extremos preferís. Desde el momento en que un joven o una joven siguen sus placeres, son joven y doncella condenados… En vano diréis que no obráis mal, que quizá sea yo algo escrupuloso. No puedo menos de repetiros que siempre vendremos a parar en lo mismo, a saber: que, si no cambiáis, un día estaréis en el infierno; y no solamente lo veréis esto, sino que, además, lo sentiréis. Echemos un velo sobre esta materia, y pasemos a otro asunto.
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III.- He dicho, en tercer lugar, que la oración es absolutamente necesaria para acertar a perseverar en la gracia, después de haber recibido ésta en el sacramento de la Penitencia. Con la oración todo lo podéis, sois dueños, por decirlo así, del querer de Dios, mas, sin la oración, de nada sois capaces. Esto es suficiente para mostraros la gran necesidad de la oración. Todos los santos comenzaron su conversión por la oración y por ella perseveraron; y todos los condenados se perdieron por su negligencia en la oración. Digo, pues, que la oración nos es absolutamente necesaria para perseverar; mas debo distinguir: no una oración hecha dormitando, sentado en una silla, o tendido en el lecho; no una oración hecha vistiéndose, desnudándose o andando; no una oración hecha mientras se aviva la lumbre, o se reprende a los hijos o a los criados; no una oración hecha dando vueltas al gorro o al sombrero que se tiene entre las manos; no una oración hecha besando a los hijos o arreglándoles el pañuelo o el delantal; no una oración hecha mientras se tiene el espíritu ocupado en tal o cual persona; no una oración hecha precipitadamente como algo que nos fastidia, esperando sólo el momento de librarnos de ella: esto no es orar, es insultar a Dios. Lejos de hallar en ella un medio de asegurar nuestra perseverancia, constituye ella misma una caída; ya que, en vez de alcanzar mediante su virtud un nuevo grado de gracia, Dios nos retira la que nos concediera, para castigar así el desprecio que hacemos de su presencia. En lugar de debilitar a nuestros enemigos, los fortalecemos; en lugar de arrancarles las armas con que nos combaten, les proporcionamos otras nuevas; en lugar de aplacar la justicia de Dios, la irritamos más y más. Tal es el provecho que sacamos de nuestras oraciones.
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Mas la oración de que os hablo, tan poderosa cerca de Dios, que nos atrae tantas gracias, que parece hasta sujetar la voluntad de Dios, que parece, por decirlo así, forzarle a concedernos lo que le pedimos, viene a ser una oración hecha al impulso de una especie de desesperación y de esperanza. Digo desesperación, considerando nuestra indignidad, y el desprecio que hicimos de Dios y de sus gracias, reconociéndonos indignos de comparecer ante su divina presencia v de atrevernos a pedir perdón después de haberlo recibido ya tantas veces y pagado siempre con ingratitud, lo cual debe llevarnos, en todos esos momentos de nuestra vida, a creer que la tierra va a abrirse debajo de nuestros pies, que todos los rayos del cielo están a punto de caer sobre nuestras cabezas, y que todas las criaturas claman venganza en vista de los ultrajes que hemos inferido a su Creador; y allí, temblando delante de El, estamos aguardando a ver si Dios lanzará sobre nosotros un rayo que nos aplaste, o se dignará perdonarnos una vez más. Con el corazón quebrantado de dolor por haber ofendido a un Dios tan bueno, dejamos correr nuestras lágrimas de contrición y de gratitud; nuestro corazón y nuestra mente hállanse abismadas en la profundidad de nuestra nada y en la grandeza de Aquel a quien hemos ultrajado, y el cual nos deja aún la esperanza del perdón. Lejos de mirar el tiempo de la oración como un momento perdido, lo tenemos por el más feliz y precioso de nuestra vida, puesto que un cristiano pecador no debe tener en este mundo otras ocupaciones que llorar sus pecados a los pies de su Dios; lejos de considerar como primeros los negocios temporales y preferirlos a los de su salvación, los mira el cristiano como cosas de nada, o mejor, como obstáculos para su salud espiritual; no le preocupan sino en cuanto Dios le ordena que cuide de ellos, plenamente convencido de que, si él no los gestiona, otros cuidarán de hacerlo; pero que si no tiene la dicha de alcanzar el perdón y tener a Dios propicio, todo está perdido, ya que nadie cuidará e ello. No deja la oración sino con gran pena, los momentos empleados en la presencia de Dios le parecen brevísimos, pasan como el fulgor de un rayo; si su cuerpo sale de la presencia de Dios, su corazón y su mente se quedan constantemente delante de la divinidad. Durante la oración, no hay que pensar en trabajo alguno, ni en arrellanarse en una poltrona, ni en tenderse en el lecho…
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He dicho que el cristiano debe estar entre la desesperación y la esperanza. Digo la esperanza, considerando la grandeza de la misericordia del Señor, el deseo que El tiene de hacernos felices, lo que ha hecho para merecernos el cielo. Animados por un pensamiento tan consolador, nos dirigiremos a El con gran confianza, y, como San Bernardo, le diremos: ”Dios mío, esto que os pido no lo he merecido, mas lo merecisteis Vos por mí. Si me lo concedéis, es solamente porque sois bueno y misericordioso”. Animado por estos sentimientos, ¿qué hace un cristiano? Vedlo aquí. Penetrado del más vivo reconocimiento, toma la resolución firme de no ultrajar jamás a un Dios que acaba de otorgarle el perdón. Tal es la oración a que quiero referirme como cosa absolutamente necesaria para obtener el perdón y el don precioso de la perseverancia.
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IV. – En cuarto lugar, hemos dicho que, para tener la dicha de conservar la gracia de Dios, debíamos frecuentar los sacramentos. Un cristiano que use santamente de la oración y de los sacramentos, aparece formidable ante el demonio, cual un dragón montado sobre un corcel,
Los ojos centelleantes, armado con su coraza, su espada y sus pistolas en presencia de un enemigo desarmado: su sola presencia le hace retroceder y emprender la fuga. Mas hace que descienda de su caballo y abandone sus armas: pronto su enemigo se le echa encima, le huella con sus pies, y coge cautivo al que, provisto de armas, con su sola presencia parecía aniquilar al enemigo. Imagen sensible de un cristiano provisto de las armas de la oración y los sacramentos. Sí, un cristiano que ore y que frecuente los sacramentos con las disposiciones necesarias, es más formidable ante el demonio que ese dragón de que acabo de hablaros. ¿Qué es lo que hacía a San Antonio tan terrible ante las potencias del infierno, sino la oración? Oíd cómo le hablaba cierto día el demonio: decíale que era él su más cruel enemigo, pues le hacía sufrir tanto. “¡Ah!, cuán poca cosa eres, le dijo San Antonio; Ya que no soy más que un pobre solitario, que no puedo sostenerme sobre mis pies, con una simple señal de la cruz provoco tu huida”. Ved además lo que el demonio dijo a Santa Teresa, a saber, que por lo mucho que ella amaba a su Dios, por su frecuencia de sacramentos, en el lugar donde ella había pasado no podía él ni respirar. ¿Por qué? Porque los sacramentos nos dan tanta fuerza para, perseverar en la gracia de Dios, que jamás se ha visto a un santo apartarse de los sacramentos y perseverar en la amistad de Dios; y porque en los sacramentos hallaron cuantas fuerzas les eran necesarias para no dejarse vencer del demonio. Os indicaré aquí la razón de ello. Cuando oramos, Dios nos envía amigos, ora sea un santo, ora un ángel, para consolarnos; así sucedió a Agar, la esclava de Abraham (Gen., XXI, 17.), al casto José cuando estaba en prisión, y también a San Pedro…: nos hace sentir con mayor fuerza la eficacia de sus gracias a fin de fortalecernos y armarnos de valor. Mas, al recibir los sacramentos, no es un santo o un ángel, es Él mismo quien viene revestido de todo su poder para aniquilar a nuestro enemigo. El demonio, al verle dentro de nuestro corazón, se precipita a los abismos; aquí tenéis, pues, la razón o motivo por el cual el demonio pone tanto empeño en apartarnos de ellos, o en procurar que los profanemos. En cuanto una persona frecuenta los sacramentos, el demonio pierde todo su poder sobre ella. Añadamos, sin embargo, que es preciso distinguir: esto sucede en aquellos que los frecuentan con las disposiciones debidas, que sienten verdadero horror al pecado, que se aprovechan de todos los medios que Dios nos concede para no recaer y para sacar fruto de las gracias que nos otorga.
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No quiero referirme a aquellos que hoy se confiesan y mañana caen en las mismas culpas. No quiero hablar de aquellos que se acusan de sus pecados con tanta falta de dolor y arrepentimiento cual si narrasen, por gusto, una historia, ni de los que comparecen sin ninguna o casi ninguna preparación, que acudirán a confesarse quizá sin haber examinado su conciencia, y dirán lo primera que les venga a la mente; que se acercarán a la Sagrada Mesa sin haber sondeado las repliegues de su corazón, sin haber pedido gracia para conocer sus pecados, ni implorar el dolor que de ellos deben concebir, sin haber formado propósito alguno de no volver a pecar. No, éstos sólo trabajan para su perdición. En vez de luchar contra el demonio, se ponen a su lado, y se labran ellos mismos un infierno. No, no es de éstos de quienes quiero hablar. Me refiero a los que salen del tribunal de la penitencia, o de la Sagrada Mesa, dispuestos a comparecer con gran confianza ante el tribunal de Dios, sin temor de verse, condenados por no haberse preparado debidamente en sus confesiones a comuniones. ¡Oh, Dios mío!, ¡cuán raros son éstos, cuantos cristianos se perdieron por defectos tales de preparación!
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¿Qué debemos sacar de todo lo dicho? Vedlo aquí. Si recaemos, como antes, apenas se presenta la ocasión, es que no tomamos mejores resoluciones, que no aumentamos las penitencias, que no redoblamos nuestras oraciones ni nuestras mortificaciones. Temblemos acerca de nuestras confesiones, por temor de que a la hora de la muerte sólo hallemos sacrilegios y, por consiguiente, nuestra perdición eterna. Dichosos, mil veces dichosos, los que perseverarán hasta el fin, ya que tan sólo para ellos es el cielo!.