PALABRAS DEL CIELO: Virgen de Guadalupe


Hay en la historia de la Aparición Guadalupana,  palabras de cielo que brotan de los labios inmaculados  de María y que encierran tesoros riquísimos y desconocidos de luz,  de ternura y de esperanza.

¡Lástima que no sepamos leer esa historia gloriosa!

¡Lástima que acostumbrados con ligereza y hasta con desdén las palabras humanas,  no fijemos nuestra atención en las palabras celestiales de María,  ni penetremos sus profundidades,  ni gustemos su arcana suavidad!


Palabras de ésas,  profundas y olvidadas,  son las que María de Guadalupe  dirigió a Juan Diego,  en la cuarta aparición.    ¡Pudiera en estas líneas poner de relieve esas palabras para que las consideraran atentamente mis hermanos!   

¡Pudiera desentrañar lo que contienen de predilección y de consuelo!

Había el indio torcido camino,  pensando en su candor infantil evitar el encuentro con María.  Mas la celestial Señora se le aparece,  hermosa y espléndida,  y después de haber oído las excusas de Juan Diego,  le dirige estas palabras:

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Oye ,  Hijo  mío,  lo que te digo ahora:  no te moleste ni aflija cosa alguna,  ni temas enfermedad,  ni  otro accidente penoso,  ni dolor.  ¿No estoy yo aquí yo que soy tu madre?  ¿No estás debajo de mi sombra y amparo?  ¿No soy vida y salud?  ¿No  estás en mi regazo y corres por mi cuenta?  ¿Tienes necesidad de otra cosa?


¿ A quién van dirigidas estas palabras que parecen un cántico apasionado y dulcísimo con que una Madre arrulla al pequeñuelo que duerme en su regazo?

No,  no son para el Juan Diego individuo,  sino para el Juan Diego nación;  son para el pueblo mejicano,  pobre y sencillo como el indio que lo representa,  lleno como él de humanas miserias,  pero como él enriquecido con la predilección inefable de María.

Como en el Calvario se realizó el misterio que hizo Madre nuestra a la Madre de Dios;  en el Tepeyac se realizó el misterio que hizo a los mejicanos hijos predilectos de María.  Y así como allá,  en la colina gloriosa,  un hombre, el discípulo amado de Jesús,  representaba al linaje humano;  así acá,  en la colina bendita,  otro hombre,  Juan Diego,  fue el representante de nuestra Nación y de nuestra raza, de México y de la América Latina.

Esas palabras son por tanto nuestras,  con ellas arrulla MARÍA  nuestro sueño de pequeñuelos que dormimos confiados en su regazo.

Esas palabras respiran ternura y exigen confianza.  Oíd:


¿No  estoy  yo  aquí  que  soy tu  Madre?

¿No  estás  debajo  de  mi  sombra  y  amparo?

¿No   soy  yo  la  vida  y  la  salud?

¿No  estás  en  mi  regazo  y  corres  por  mi  cuenta?

¿Tienes  necesidad  de  otra cosa?

No hemos  escuchado cosa igual de los labios de Nuestra Madre de la tierra;  porque Nuestra Madre del cielo tiene un amor más intenso y apasionado,  una ternura más exquisita,  y delicada que todo cuanto conocemos aquí abajo.

Léanse  y  reléanse atentamente esas palabras,  léanse más bien que con los ojos del espíritu,  con lo que llama S. Pablo los ojos iluminados del corazón,  y se comprenderá que esas palabras brotaron del alma,  de un alma maternal, de un alma inmensa,  del alma de María;  léanse y se gustará en lo íntimo del corazón la suavidad que encierran y el alma se inundará de ternura,  de esa ternura que se siente,  pero que ninguna lengua humana puede expresar.

Con esas palabras María de Guadalupe nos pide lo que toda madre exige de su Hijo,  lo que todo el que ama espera del amado:  ¡Confianza!

Pero una confianza ciega e ilimitada,  una confianza que raye en abandono,  como la amarosa confianza que tiene en su madre un pequeñuelo.

¡Cuánta necesidad tenemos de esta confianza,  sobre todo en los tiempos actuales!  Mas, ¡qué difícil es para nuestro corazón abandonarse,  principalmente cuando todo parece desvanecer la esperanza!

Como hemos sido víctimas de tantos desengaños,  como hemos visto disiparse tantas iluciones,  nuestro pobre corazón ha olvidado la ingenua confianza de nuestros primeros años y cada día nos sentimos más tentados a desconfiar de todo.

Se puede desconfiar de todo:  de la fuerza y del ingenio,  de la previsión y de la exigencia.  Pero hay una cosa de la que no se puede desconfiar jamás:  el amor.

¿Quién desconfía del corazón de su madre?  Cuando todos los amores nos olviden o nos traiciones,  no nos traiciona el tierno,  el fidelísimo,  el inmenso cariño maternal.

Y aun cuando pudiera faltar el amor de nuestra madre de la tierra,  no faltará jamás el amor de nuestra Madre del cielo.  Parecen haber sido hechas expresamente para los labios de  María aquellas tiernas frases de la Escritura:   «¿Podrá una madre olvidarse del hijo de sus entrañas?  ¡Pues  aunque  ella se  olvidara,  yo  no  me  olvidaré de ti!»

¡Ah!  ¡Si conociéramos el corazón de María,  que es todo amor,  amor poderoso e ineficiente;  si comprendiéramos la predilección que tiene por los mejicanos la reina del cielo,  nos arrojaríamos confiados en su regazo,  seguros de su protección y de su amor!


Refiérese que  Julio César,  sorprendido por recia tempestad,  en medio de las olas decía al remero que impulsaba su frágil barquita:   «Por qué temes?  Llevas contigo al César».  – ¡Qué pobre aparece la temeraria palabra del orgullo junto a la santa palabra del amor!

En medio  de todos los riesgos y de todas las tempestades,  la Virgen de Guadalupe dice a sus hijos predilectos desde su Santuario adorado del Tepeyac:

«¿Por qué temes?    ¿No  estoy  aquí yo que soy tu Madre?».


Nuestro mal consiste en que no sabemos confiar.  Y no sabemos confiar,  porque no saben¿mos amar.  El amor todo lo cree,  todo lo espera,  ha dicho San Pablo.  Quien ama comprende este lenguaje del corazón:  «No  estás debajo de mi sombra y amparo?

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En esas palabras  hay una efusión dulcísima de  ternura;  pero encierran también un delicado reproche,  una queja cariñosa de María.


Pudiera esa queja traducirse así:

¿Por qué dudas de mi amor?

¿Por qué no me amas?

El amor perfecto disipa la desconfianza y el temor.  Ámame,  comprende mi amor y no te afligirá cosa alguna;  gozarás en mi regazo dela paz de mi amor y de las caricias de mi ternura,  sin que nada te inquiete,  porque estás debajo de mi sombra y amparo.


Tengo  para mí que nada lastima tanto el corazón de María de Guadalupe como nuestra incomprensible desconfianza.  Nos perdona nuestro olvido y nuestra ingratitud,  nos  perdona nuestra infidelidad y nuestras culpas;  porque ¡así es el amor!;   porque   el amor es misericordia:  todo lo perdona,  todo lo olvida.


Pero   hay algo que el amor no tolera:  la desconfianza.

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Desconfiar es dudar del amor y la duda hiere de muerte al amor.


Por eso de los labios purísimos de la Virgen de Guadalupe brotan,  como un arrullo de ternura y como un delicadísimo reproche de amor,  las deliciosas palabras:


Oye,  hijo  mío,  lo  que  te  digo  ahora:  no te moleste ni te aflija cosa alguna,  ni temas enfermedad,  ni otro accidente  penoso,  ni dolor.  


¿No estoy yo aquí yo que soy tu madre?

¿No estás debajo de mi sombra y amparo?

¿No soy yo vida y salud?

¿No  estás  en mi regazo y corres por mi cuenta?

¿Tienes necesidad de otra cosa?

¡Madre!  ¡Madre de Guadalupe!  guardaremos tus palabras de cielo en lo íntimo de nuestras almas y allí gustaremos su arcana suavidad.  No temeremos ya.  No desconfiaremos jamás de tu protección celestial y de tu amor inmenso.  Aunque todo se levante contra nosotros y el mundo se hunda en horrible cataclismo,  nosotros confiaremos en Ti,  y abandonados en tu regazo,  dormiremos tranquilos el sueño de la paz,  el sueño del amor;  ¡porque estás con nosotros Tú,  que eres la dulce, la santa,  la  amorosa  Madre nuestra!

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Fuente: María de Guadalupe por Luis María Martínez

 


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