Fiesta de Cristo Rey


«A JESUCRISTO REY DE REYES VENID Y ADORÉMOSLE»

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 20 de noviembre 2016, último domingo del año litúrgico

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La fiesta de Cristo Rey fue instituida por el papa PIO Xl, que la fijó en el domingo anterior a la solemnidad de todos los santos. Luego del Concilio Vaticano II se cambió a la fecha actual.

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La Iglesia, ciertamente, no había esperado dicha fecha para celebrar el soberano señorío de Cristo: Epifanía, Pascua, Ascensión, son también fiestas de Cristo Rey.

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Si Pío XI estableció esa fiesta, fue como él mismo dijo explícitamente en la encíclica Quas primas, con una finalidad de pedagogía espiritual. Ante los avances del ateísmo y de la secularización de la sociedad quería afirmar la soberana autoridad de Cristo sobre los hombres y las instituciones. Ciertos textos del oficio dejan entrever un último sueño de cristiandad.

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En 1970 se quiso destacar más el carácter cósmico y escatológico del reinado de Cristo. La fiesta se convirtió en la de Cristo “Rey del Universo” y se fijó en el último domingo per annum. Con ella apunta ya el tiempo de adviento en la perspectiva de la venida gloriosa del Señor.

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Esta fiesta nos recuerda que a pesar de todo lo que los poderes de la tierra pueden hacernos o pedirnos, Cristo es el verdadero rey que debe reinar en nuestros corazones.

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Desde 1970 la Solemnidad de Cristo Rey se celebra el último domingo per amnum, es decir el quinto domingo anterior a la Navidad (25 de diciembre). Por lo tanto, su fecha oscila entre los días 20 y 26 de noviembre. Desde el Vaticano II esta festividad cierra el año litúrgico.

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El pasaje evangélico es el de la muerte de Cristo, porque es en ese momento cuando Cristo empieza a reinar en el mundo. La cruz es el trono de este rey. «Había encima de él una inscripción: “Este es el Rey de los judíos”». Aquello que en las intenciones de los enemigos debía ser la justificación de su condena, era, a los ojos del Padre celestial, la proclamación de su soberanía universal.

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Para descubrir cómo nos toca de cerca esta fiesta, basta con recordar una distinción sencillísima. Existen dos universos, dos mundos o cosmos: el macrocosmos, que es el universo grande y exterior a nosotros, y el microcosmos, o pequeño universo, que es cada hombre.

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En el momento de la muerte de Cristo, se lee en el pasaje evangélico –recordémoslo–, pendía sobre su cabeza la inscripción «Jesús es el Rey de los judíos»; los presentes le desafiaban a mostrar abiertamente su realeza y muchos, también entre los amigos; se esperaban una demostración espectacular de su realeza. Pero Él eligió mostrar su realeza preocupándose de un solo hombre, y encima malhechor: «Jesús, acuérdate de mi cuando estés en tu reino. Le respondió: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”».

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En esta perspectiva, el interrogante importante que hay que hacerse en la solemnidad de Cristo Rey no es si reina o no en el mundo, sino si reina o no dentro de mí; no si su realeza está reconocida por los Estados y por los gobiernos, sino si es reconocida y vivida por mí. ¿Cristo es Rey y Señor de mi vida?

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¿Quién reina dentro de mí, quién fija los objetivos y establece las prioridades: Cristo o algún otro? Según san Pablo, existen dos modos posibles de vivir: o para uno mismo o para el Señor (Rm 14, 7-9). Vivir «para uno mismo» significa vivir como quien tiene en sí mismo el propio principio y el propio fin; indica una existencia cerrada en sí misma, orientada sólo a la propia satisfacción y a la propia gloria, sin perspectiva alguna de eternidad. Vivir «para el Señor», al contrario, significa vivir por Él, esto es, en vista de Él, por y para su gloria, por y para su reino.

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Se trata verdaderamente de una nueva existencia, frente a la cual la muerte ha perdido su carácter irreparable. La contradicción máxima que el hombre experimenta desde siempre –aquella entre la vida y la muerte– ha sido superada. La contradicción más radical ya no es aquel! la entre «vivir» y «morir», sino entre vivir «para uno mismo» y vivir «para el Señor».

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