Meditación para Navidad (lll)


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Tercera Meditación

Para Navidad

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El haberle preparado a Jesús en la tierra un pesebre para nacer y un siervo fiel y prudente para velar por El,  no fue ni lo único ni lo principal que hizo el Divino Padre.

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Jesús al venir a este mundo, necesitaba un regazo maternal, un corazón ternísimo como el de una madre: y el Padre se lo preparó.  Ni el pesebre ni San José, ni los ángeles, ni los pastores, ni los Magos hubieran bastado a Jesús.

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Necesitaba ante todo y sobre todo a la siempre Virgen María.  Me parece a mí, para explicar las cosas a nuestro modo, que era preciso que acá en la tierra hubiera un regazo que le sirviera a Jesús para que no extrañara el seno del Padre.

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Claro que el Verbo de Dios ni abandonó ese seno ni podía abandonarlo;  pero digo, para hablar en nuestro lenguaje, era necesario que al venir a este mundo Jesús encontrara un corazón que lo comprendiera.

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Ningún corazón pudo comprender a Jesús como el corazón de la Virgen Santísima.

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Me parece que Nuestro Señor en este mundo se había encontrado solo,  aun cuando estuviera exteriormente acompañado.  Hay la compañía exterior y la íntima; podemos estar rodeados de una multitud de gente y estar solos; y podemos estar con una sola persona, y aun sin ella, y no sentirnos solos.

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Jesús que tenía en su corazón tan grandes  misterios, tan profundos secretos, necesitaba un corazón hecho expresamente para latir al unísono con su Corazón divino, y ese corazón no podía ser, si no el de una madre, el de la Virgen Santísima.

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Por eso, más que el pesebre desde donde podía dar al mundo la lección elocuentísima de la humildad;  más que el siervo fiel y prudente; se preocupaba el Padre por prepararle el Corazón de María, ese Corazón tierno, olvidado de si mismo, abnegado, dispuesto a todos los sacrificios, el único capaz de comprender los acerbos dolores y las íntimas alegrías del corazón de Jesús.

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Podría haberse prescindido del pesebre, y casi, casi de San José;  pero no hubiera podido prescindirse de la Santísima Virgen María. Al venir Jesús a la tierra necesitaba una madre.

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Siempre que Jesús nace necesita un corazón, un regazo maternal… ¿No nos parece que al venir a nuestros corazones necesita encontrar algo de esa ternura, de ese amor que había en la Santísima Virgen María?

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Al principiuo pensé poner como distintas especies de preparaciones para recibir a Jesús que va a nacer en nuestros corazones;  decir:  se puede recibir a Jesús como lo recibió el pesebre, como lo recibió San José  o como lo recibió la Santísima Virgen María;  elija  cada quien el modo como más le acomode.

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Pero he cambiado de manera de pensar,  no,  debemos elegir una de esas tres cosas,  es preciso que nuestro corazón sea un Belén completo, que en él se encuentre un pesebre, un San José, una Santísima Virgen María pra recibir a Jesús.

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Es decir,  es preciso para recibir a este Niño hermosísimo que hagamos lo que hizo el Padre Celestial o, por consiguiente, debemos tener la humildad necesaria para ser pesebre,  la fidelidad exquisita para ser San José;  pero sobre to un corazón tan tierno, tan delicado, tan abnegado, como el de la Santísima Virgen María.

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¿Qué haría Jesús si no encontrara eso en nuestros corazones?  Un niño lo que más necesita es cariño, ternura maternal; que Jesús al venir esta Nochebuena a nuestros corazones halle algo que sea un trasunto de la ternura de María.  Si no, no estará contento.

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A Jesús nada le importaba que el pesebre estubiera duro, que el frío fuera intenso,  que los hombres no lo acompañaran. Tenía el regazo de su Santísima Madre y esto le bastaba. Aquel regazo de María era para Jesús un regazo tierno y amoroso; ni echaba de ver lo que le faltaba en la gruta;  el seno de María era para Él un trasunto del seno del Padre Celestial y Jesús debe haber sentido,  hasta cierto punto, que estaba en el cielo.

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Si no encuentra en nuestro corazón esa ternura maternal que encontró Jesús en el de la Santísima Virgen no estará contento.

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Poco importa que en nuestras almas no haya virtudes, que haya miserias; Poco importa que esté pobre y desmantelado como estaba el pesebre,  con tal que encuentre ahí el reflejo de María, su perfume,  su calor, su regazo, su ternura, su Corazón, en una palabra.

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La mejor manera de prepararnos para recibir a Jesús,  es prepararle en nuestras almas un regazo maternal;  así Jesús vendrá contento, satisfecho, le parecerá que está en el regazo de María, y estará feliz.

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¿Pero es esto posible?… ¿Por qué no ? El amor de Dios toma todos los matices; si aquí en la tierra se distinguen unos afectos de otros, es por la pequeñez y mezquindad de nuestro corazón .

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En la tierra distinguimos la bondad de la justicia,  la sabiduría del amor:  en el cielo todas esas cosas son una misma cosa.  Allá todo se une y se unifíca por la simplicidad  perfecta de Dios.

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De la misma manera, los afectos en la tierra se van distinguiendo por nuestra mezquindad y pequeñez.  Uno es el amor paternal, otro es el amor filial, otro el amor de los esposos, otro el cariño de los amigos, etcétera, etcétera. No son sino distintos matices del ÚNICO amor  que es el amor de Dios.

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Y en el cielo veremos que el amor de Dios,  el amor con que Dios nos ama,  tiene todos los matices y encierra todas las formas que en el amor distinguimos aqui en la tierra.  Es para nosotros padre, madre, esposo, hijo, amigo y todo lo que puede apetecer nuestro corazón.

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En la tierra cada uno de los matices que distinguimos en el amor tiene un colorido especial y su riqueza propia;  pero también sus limitaciones: éste es más confiado, pero le falta ardor;  aquél más ardiente,  pero le falta ternura… en fín,  ninguno es completo,  porque cada uno de ellos viene a ser un aspecto de la única realidad que es el amor de Dios.

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Como un rayo de luz que al pasar por un prisma se descompone en todos los colores del espectro; así es el amor de Dios,  al pasar por el prisma pequeño de nuestro corazón,  se divide;  pero es el amor único que el Espíritu Santo difunde en nuestros corazones, que es imagen perfecta, aunque lejana, del amor divino.

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Por eso nuestro amor a Dios encierra todos los matices y tiene todos los sabores.  Como el maná que Dios dejaba caer en el desierto podía saber a todo, así el amor que el mísmo Dios pone en nuestros corazones tiene todos los matices,  porque es copia de aquel amor infinito.  Es necesario pues, que el amor que existe en nuestras almas tenga hasta un matiz maternal.

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– Sentimos en nuestros corazones una ternura maternal para Jesús? Es amor maternal,  el más perfecto de todos los amores; es el amor más fuerte y más  fiel;  pero también el más tierno y cariñoso,  es un amor que se desborda… Por eso el divino Padre se caracteriza por su ternura.  El amor de Dios es como un océano que se desborda, y esa es precisamente la ternura, es un amor que se da, que se entrega, que se derrama, y así es el amor maternal.

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La madre no pide ni espera nada de sus hijos, su gloria es dar. El amor maternal es un amor delicadísimo.  ¿Quién tiene para nosotros ternuras como las nuestras madres? Nadie como ella nos comprende, adivina nuestros pensamientos más íntimos, nadie como ella tiene el secreto de tocar nuestras llagas sin lastimarlas jamás.

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El amor maternal es un amor desinteresado, ya lo decía, la madre no aspira el bien  propio,  para ella el único bien es el bien de sus hijos.  No tiene bienes ni tiene intereses, sino los bienes y los intereses de sus hijos.  Siendo ellos felices la madre lo es también.

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Es el amor más abnegado, una madre es un mártir que se sacrifica sin cesar por sus hijos y en eso encuentra su delicia y su gloria. Por eso cuando Jesús vino al mundo necesitó el corazón de una madre.  Por eso el Padre Celestial, al preparar todo lo que necesitaba para recibir a su Hijo, juntamente con el pesebre, juntamente con San José, le preparó el regazo de una madre, el corazón ternísimo de María.

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Podemos amar a Jesús así, con esa ternura, con ese desinterés,  con esa abnegación, de tal manera que nuestro corazón sea un trasunto del corazón de la Santísima Virgen María.  Así Jesús estará contento.  Después del regazo del Padre, Jesús no puede estar contento, sino en el regazo de la  Santísima Virgen.

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Por eso es necesario que de tal manera lo amemos,  que Jesús al nacer en nuestros corazones crea estar en el regazo de su Santísima Madre.

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Esto es muy propio del espíritu de la Cruz, Reflexionemos un poco y veremos que casi todos los deberes que nos impone nuestra vocación requiere algo maternal. Debemos consolar a Jesús; ¿quién puede consolar mejor que una madre?…  Para consolar a Jesús se necesita un corazón maternal,  para comprender sus penas, para recibir sus secretos… ¡sólo una madre!  Hay secretos que sólo a una madre se le dicen;  hay penas que sólo se comparten con ella.  Si llegamos a recibir la cruz íntima del Corazón divino, tenemos necesidad de un corazón maternal para que Jesús pueda decirnos sus secretos, para que pueda compartir con nosotros sus penas.

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Preparemos pues a Jesús un amor maternal;  amándolo así con esa delicadeza,  con esa ternura y desinterés propio del corazón de una madre,  veremos cómo Jesús viene contento y satisfecho de nacer, descansa en él.

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Por lo tanto, no elijamos entre esos tres tipos;  no, que nuestro corazón sea un Belén completo, que la humildad disponga el pesebre, que la felicidad haga que esté  en nuestros corazones San José, que el amor, la ternura, la delicadeza, la abnegación le formen un regazo maternal, y haga de nuestra alma una madre para recibir a Jesús.

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En cuanto a los ángeles, Dios se encargará de enviarlos en esa noche bendita aunque no los oigamos, cantarán en nuestro corazón:

¡gloria a dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!

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Fuente: Luis M. Martínez Arsobispo Primado de México

 

 

 


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