El nacimiento del Señor: Día de Navidad.


1. Nuestro Salvador, por quien fue hecho todo el día y nacido del Padre sin día,

 

quiso que este día que hoy celebramos fuera la fecha de su nacimiento en la tierra.

 Quienquiera que seas  tú  que te admiras de este día,  admírate,  más bien,

 

del día eterno que permanece ante todo el día que crea todo día,

 

que nace en el día y libra de la malicia del día.

 

  Admirate aún más:

 

 la que lo dio a la luz es madre y virgen;  el nacido no habla,

 

siendo la Palabra.

 

 Con razón hablaron los cielos,

 

se congratularon los ángeles,

 

se alegraron los pastores,

 

 se transformaron los magos,

 

 se turbaron los reyes y fueron coronados los niños.

 

 Amamanta,  ¡Oh madre!,  a nuestro alimento;

 

 amamanta al pan que viene del cielo y ha sido puesto en un pesebre

 

como vianda para los piadosos  jumentos.

 

 Allí conoció el buey a su dueño,

 

 y el asno el pesebre de su amo, o sea,

 

 la circuncisión y el prepucio,  uniéndose en la piedra angular,

 

 cuyas primicias fueron los pastores y los magos.

 

 Amamanta a quien te hizo tal que él mismo pudo hacerse en ti;

 

 a quien te otorgó el don de la fecundidad

 

al concebirlo sin privarte al nacer de la honra de la virginidad;

 

a quien ya antes de nacer eligió el seno

 

y el día en que iba a nacer.

 

 El mismo creó lo que eligió,

 

para salir de allí como esposo de su tálamo a fin de poder ser contemplado por ojos

 

mortales y atestiguar,  mediante el aumento de la luz en esos días del año,

 

 que había venido como luz de las mentes.

 

 Los profetas pregonaron que el creador de cielo y tierra

 

iba a aparecer en la tierra entre los hombres;

 

 el ángel anunció que el creador de la carne y

 

del espíritu vendría en la carne.

 

 Juan saludó desde el seno al Salvador,  que estaba también en el seno;

 

 el anciano Simeón reconoció a Dios en el niño que no hablaba;

 

 la viuda Ana,  a la Virgen madre.

 

Estos son los testigos de tu nacimiento,  Señor Jesús,

 

 antes de que las olas se te sometieran cuando las pisabas

 

y las mandabas calmarse;

 

 antes de que el viento se callase por orden tuya,

 

que el muerto volviese a la vida ante tu llamada,

 

que el sol  se oscureciese al morir tú,

 

 que la tierra se estremeciese al resucitar,

 

 que el cielo se abriese en tu ascensión;

 

antes de que hicieses  estas y otras maravillas en la edad juvenil

 

de tu cuerpo.

 

 Aún te llevaban  los brazos de tu madre

 

y ya eras reconocido como Señor del orbe.

 

 Tú eras un niño pequeño de la raza de Israel,

 

 y tú también el Emmanuel,  el Dios con nosotros.

Fuente: Obras completas de San Agustín.


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