La Cuaresma, Escuela de Abnegación


«Si alguno quiere venir en pos de Mí,  –dijo Jesús–,

que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga».(Mt 16,24)

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Y así fue como el Maestro divino proclamó cuál era la primera condición de la vida cristiana:

el renunciamiento, la abnegación.  Antes que tomar sobre los hombros nuestra cruz,  necesitamos  negarnos a nosotros mismos.

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La Iglesia,  en el tiempo de Cuaresma,  insiste de una manera especial sobre esta enseñanza.  Y en esta época en que la ligereza reina en los espíritus y el desea de placer en las voluntades degeneradas ,  es necesario que a lo menos las almas piadosas la recuerden y la practiquen.

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Y desde luego debemos advertir que la ley del renunciamiento es tan general que no se limita a la vida cristiana,  sino que abarca toda moral, y sin ella no puede alcanzarse ninguna grandeza,  ninguna nobleza del alma.  Ya San Pablo hacía notar que los atletas que luchan en el estadio se abstienen de todo para ganar el premio. (1 Co 9,25)  Y es que entre la multitud de bienes (reales o aparentes) que excitan nuestros deseos,  hay muchos que siendo de diferentes órdenes son opuestos o incompatibles entre si de tal manera que es absolutamente necesario renunciar a los unos para lograr la posesión de los otros.

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Los necios,  –cuyo número es infinito—(Qo  l,15),  renuncian a los bienes superiores para gozar de los bienes sensibles y aparentes,  convirtiéndose así en esclavos de sus pasiones e instintos.  Los razonables,  los prudentes,  los que tienen una voluntad señora y no esclava  –cuyo número es tan escaso—,   sacrifican los bienes y placeres de un orden inferior para gozar de los que ennoblecen el alma y dignifican el espíritu.

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Así pues,  la abnegación,   el renunciamiento consiste en el sacrificio de bienes inferiores con el fin de alcanzarla posesión de un bien mayor.   El trabajador,  por ejemplo,  sacrifica su descanso (bien menor)  para ganar el pan de su familia  (bien mayor).   La madre sacrifica el sueño y pasa las noches a la cabeza de su hijo enfermo para alcanzar su salud.  El soldado sacrifica su vida para conquistar la libertad de su patria.  ¿Y qué sacrificio no es necesario imponerse para conservar sin mancha el honor,  para cumplir el deber,  para llevar una vida noble y dignas?

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Pudiera pues afirmar que nada grande se alcanza en esta vida,  sino a fuerza de renunciamientos y que la abnegación es la escuela donde se aprende la nobleza del alma.

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¿Queremos saber lo que vale un hombre? —  

veamos hasta dónde es capaz de renunciarse.

 Si no acaba de resolverse a renunciar ni a sus pequeñas comodidades,  es un egoísta y un ser inútil.

 Si es capaz de llegar hasta el sacrificio de su vida,  es un héroe o es un santo.

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Sube de punto la importancia de la abnegación en la vida espiritual.  Si no nos negamos a nosotros mismos,  no llegaremos a la perfección;  más aún, no podremos practicar la virtud ni evitar el pecado.  Por lo que bien puede decirse que el renunciamiento, a lo menos en cierta medida,  es necesario para la salvación.

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Dese que el pecado introdujo en la naturaleza humana el desorden,  hay en nosotros dos tendencias,   «dos leyes»,  dice San Pablo,  La inclinación de la naturaleza viciada y la inclinación de la gracia divina.  Estas dos tendencias son absolutamente contrarias,  incompatibles  y opuestas:  una conduce al pecado,  la otra a Dios.  Entre ellas se encuentra nuestra libertad,  nuestra personalidad,  que debe escoger y decidir si sigue a la naturaleza renunciando a la gracia o si obedece a la gracia renunciando a la naturaleza;  y esta última resolución nace de la abnegación cristiana.

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Un alma piadosa la expresaba de esta manera:

«Diré siempre un  «sí»  a mi «no»  y un «no» a mi «si». Y un carácter de mucho temple decía:

«¿Esto me cuesta? —   ¡Luego,  lo haré!

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En el progreso de la abnegación se pueden señalar tres grados,  según sea la clase de bienes o inclinaciones de la naturalez<a a las cuales renunciamos para seguir las inspiraciones de la gracia.

Primer grado.   Consiste en renunciar a todo lo que de alguna manera está prohibido y que por consiguiente no puede hacerse sin pecado.  Esta abnegación por lo que menos en lo que se refiere a lo que está gravemente prohibido es indispensable para salvarnos.

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De ella hace profesión solemne el cristiano el día de su bautismo,  cuando renuncia a Satanás y a todas sus obras y vanidades:  ceremonia que no debe ser una fórmula vana,  y por eso, con mucha atingencia,  suele renovarse consientemente cuando el niño ha llegado al so de la razón, el día que por primera vez recibe la Sagrada Eucaristía.

Segundo grado.  Consiste en renunciar a bienes de suyo legítimos y de los cuales podemos gozar lícitamente ,  pero que sacrificamos para alcanzar un bien mayor.

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Esta abnegación es necesaria para alcanzar la perfección y se traduce prácticamente en los tres Consejos evangélicos de Nuestro Señor:  la pobreza,  la castidad y la obediencia.  

Por la pobreza sacrificamos los bienes exteriores (a lo menos por el afecto),

Por la castidad sacrificamos nuestro propio cuerpo (por la continencia y sobre todo por la virginidad),

Por la Obediencia sacrificamos nuestra voluntad misma.

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El religioso se obliga, de una manera estable y permanente, a practicar estos tres consejos con otros tantos votos, y por eso la vida religiosa es un estado de perfección,  donde la obligación fundamental es tender siempre a ella, a la cual seguramente acabará por llegar el alma religiosa, a no ser una culpable falta de correspondencia.

El tercer grado y el más perfecto se dice en pocas palabras, pero difícilmente se practica: es el olvido de nosotros mismos.  Porque como dice San Gregorio:  «poca cosa es renunciar a lo que tenemos pero muy ardua renunciar a lo que somos» .

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El olvido de sí mismo es la plena muerte del <hombre viejo>  con todos sus vicios y concupiscencia,  y por consiguiente,  la vida plena del <hombre nuevo> creado según Dios en la justicia y en la santidad de la verdad. (Ep 4,24)

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Y si este olvido es difícil en todas las circunstancias de la vida,  lo es mucho más cuando sufrimos. El dolor de alas grandes para elevarse,  pero a las mezquinas y débiles las repliega sobre sí misma. El alma que cuando padece busca por todas partes consuelo,  que publica a todos los vientos sus penas, que las contempla y pondera constantemente,  es un ser egoísta y lleno de sí mismo.

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Pero ¡cuánta nobleza hay en el alma que cuando sufre se olvida de sus penas para pensar en los sufrimientos de los demás y aportarles alivio y consolación;  cuando le parece muy poca cosa lo que padece comparado con lo que Jesús ha sufrido por su amor y con lo que por amor suyo debe sufrir!

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Por eso con razón alguien ha dicho:

«Hay algo más meritorio que sufrir por Dios; es olvidar por su amor nuestros propios sufrimientos.»

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Este renunciamiento supremo, más que camino es término de perfección y propio de las almas perfectas;  si embargo,  hacia allá debemos tender desde los principios de la vida espiritual y muy especialmente en el santo tiempo de Cuaresma.

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Considerando el renunciamiento desde el punto de vista de la práctica,  bien puede reducirse al ejercicio de la mortificación cristiana,  en la cual también podemos distinguir tres grados:

Las mortificaciones obligatorias que la iglesia nos impone,

Las que Dios nos envía 

Y las que nosotros voluntariamente nos imponemos.

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Las  mortificaciones impuestas por la Iglesia,  como ayunos, abstinencias, etc., corresponden al primer grado de renunciamiento, ya que no pueden omitirse sin pecado, salvo legítima dispensa o causa grave excusante, y representa el mínimum de  mortificación obligatoria a todo cristiano.

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Muy importante es recordar este punto, al comenzar los ayunos y abstinencias del santo tiempo de Cuaresma,  que la Iglesia ha instituido no sólo para bien de las almas,  sino también de los cuerpos,  ¿Pueden llamarse cristianos los que rehúsan someterse a este mínimum de mortificación?

Además, si somos pecadores –¿y quién no lo es?–,  debemos tener presente que la expiación es un deber estricto, que la justicia de Dios ultrajada está exigiendo;  deber que si no cumplimos en esta vida,  con mérito de nuestra parte,  lo cumpliremos rigurosamente y sin mérito alguno, en la otra.

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Viene en seguida las penalidades que Nuestro Señor mismo nos envía,  como la enfermedad,  los reveses  de fortuna,   las inclemencias del tiempo y demás vicisitudes de la vida.

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Estas mortificaciones tienen de particular que son las medicinas que un médico experto nos receta;  porque Nuestro Señor,  mejor que nadie,  conoce el mal espiritual de que adolescemos,  así como su remedio más eficaz y con este fin principalmente permite o dispone todas  esas penalidades de la vida.

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Queda finalmente abierto a la generosidad de las almas el vasto campo de la mortificación voluntaria,  donde puede el alma ascender por tres etapas:

  • El dolor que purifica,

  • El dolor que une

  • Y el dolor que redime.

Esto es, se mortifica el alma primeramente para purificarse;

Después para asemejarse a Jesús crucificado;

Finalmente,  para salvar con Jesús a las almas y completar la redención del mundo. (Col 1,24). alto  y supremo:  glorificación de su Padre celestial en la Salvación del mundo.

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Considerando el renunciamiento bajo su aspecto negativo,  es decir, considerando el sacrificio constante de bienes que, aunque de orden inferior, nos atraen,  no puede menos que ser arduo y repulsivo para nuestra naturaleza.  Pero tiene un aspecto positivo, y así es como debemos considerarlo para hacerlo atrayente,  para facilitar su práctica.

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Si sacrificamos los vienes temporales, es para adquirir los eternos;  Si rompemos las ataduras de la tierra es para elevarnos mejor hacia el cielo si sacrificamos los afectos que pasan y mueren, es para poseer el amor eterno que no traiciona jamás;  Si renunciamos  a hacer nuestra propia voluntad e inmolarnos nuestra libertad tan amada,  es para cumplir más plenamente la voluntad divina,  esa Voluntad de quien alguien ha dicho que » en la armonía eterna de los cielos;  es en la tierra el triunfo de los corazones varoniles y victoriosos».

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En efecto,  la armonía,  el concierto,  el orden,  la paz y para decirlo de una vez,  la bienaventuranza del cielo está en que todos, en todo,  cumplan plenamente la Voluntad de Dios,  que es esencialmente beatificante. 

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Y el gran triunfo en la tierra no consiste en imponer nuestra propia voluntad -la más triste de las derrotas–,  sino en cumplir y hacer que se cumpla la Voluntad divina,  porque éste es el triunfo de Dios.

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Renunciarnos,  abnegarnos   no es por tanto en último término,  sino ponernos al unísono con la armonía eterna del cielo,  entrar en el concierto de los ángeles y de los bienaventurados,  gozar de antemano de la paz celestial,  alcanzar sobre la tierra el gran triunfo de Dios haciendo que reine en nosotros su Voluntad santísima.

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En conclusión:  preguntémonos,  especialmente durante este tiempo litúrgico cuyo espíritu es ante todo de abnegación,

 qué renunciamiento nos pide Nuestro Señor,

 qué criatura se interpone entre  Él y nuestra alma,

qué atadura retiene su vuelo,

qué voluntad propia está disonando con la Voluntad de Dios.

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Y conociendo el renunciamiento que Él nos pide,  llevemoslo a cabo con generosidad,  dando prueba de la nobleza de nuestra alma;  de esta manera daremos un paso más hacia la verdadera libertad,  la libertad santa de los hijos de Dios, y gozaremos con mayor fruición de las alegrías próximas de la pascua,  mientras llega la pascua eterna del cielo…

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Fuente:  P. José Guadalupe Treviño Misionero del E.S.

 


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